PINGÜINOS EN PELIGRO DE EXTINCIÓN
Niños de “El Bordo”: un ensayo fotográfico
Permíteme llevarte en un viaje de asombro, alegría, confusión y frustración.
En el año 2010, mi tío me contó sobre una comunidad curiosa en Santiago del Estero, Argentina. No dijo mucho más que era un lugar donde docenas de niños se reunían y jugaban todo el día en un mundo especial, sin las miradas indiscretas de los padres. ¿Por qué especial? Eran kilómetros de basura, como si fueran unas sierras chicas de desechos.
“Tienes que verlo”, dijo. La verdad es que no estaba seguro, pero con un conflicto interno permanente, agarré mi cámara y me fuí. Estuve solo, excepto por un guía de diez años de la ciudad que me llevó a través de un desierto salvaje y pantanos pequeños contaminados. En poco tiempo, cruzamos una laguna contaminada que servía como umbral del mundo nuevo que me esperaba. Este mundo se llamaba "El Bordo".
Día 1
Ya muy cercanos a El Bordo, nos encontramos con unos niños que estaban cazando pájaros, armados con hondas. Sentí una punzada de tristeza por todos los pájaros, pero los niños me explicaron que no solo los mataban, también se los comían. Ahí pude sentir lo que iban a ser los próximos días. Momentos después, nos encontramos con otros 3 niños con cañas de pescar improvisadas, contentos por una captura fresca. Sus varillas estaban hechas de caña de azúcar silvestre y cable de electrcididad, que se encuentra en abundancia en los montones de basura.
A unos cien metros de nuestro destino final, de repente estaba rodearon. Docenas de niños comenzaron a indagar. "¿Quién eres?" "¿Por qué estás aquí?" "¿Qué es eso?" “¿Puedo usar la cámara?”
Inmediatamente dudé en ofrecerles mi cámara, así que comencé a tomarles fotos. Para la tercera exposición, ya me sentía mal. Estaba observando fríamente a estos niños desde la distancia, juzgándolos. Todo era tan frío, me sentí amargado. Me volví hacia ellos y les ofrecí la cámara. “Vengan aquí, miren, se aprieta acá, se mira por aquí. Ahora vayan a tomar fotos”.
Inmediatamente estalló una pelea sobre quién era primero y de quién era el turno después. Pero la discusión se calmó y pronto comencé a escuchar el chasquido del obturador y una ola de risas. Las risitas se convirtieron en carcajadas, y la sensación amarga en mi estómago se convirtió en emoción. Este iba a ser un gran viaje después de todo.





Los niños comenzaron a fotografiarse, desde sus perspectivas, desde su altura. Estaban capturando el mundo tal como lo conocían. Esta era su realidad, no la mía. Durante los siguientes tres días, los niños y yo tomamos miles de fotos de su mundo, de “El Bordo”. Rápidamente me di cuenta de que los niños interactuaban con la cámara de manera diferente a como yo lo hubiera hecho. Para ellos, no era una herramienta, era un juguete. Estaban jugando con él, divirtiéndose completamente inmersos en el momento. De ahí en adelante busqué acercarme a estas manera de tomar fotos con la misma espontaneidad. Por supuesto, iba a tener que esperar mi turno...
El Bordo no era solamente un basural, había todo un vecindario dentro. Pude ver ranchos improvisados, algunas viviendas de ladrillo huecos e incluso cercas rudimentarias hechas de palo. Me di cuenta de que estos niños vivían ahí.
Los niños se pasaron la cámara de uno a otro durante un rato, pero pronto se distrajeron. Empecé a escuchar gritos de “¡picadito!” “¡picadito!” de Tito, el chistoso del grupo. Los niños se reunieron para jugar al fútbol. Efectivamente, me metieron en el partido y les cuento que se jugó con la misma ferocidad de una Copa final del Mundo. A los 2 minutos, estaba ya agitado y apenas podía seguirles el ritmo. Me senté en una pila de basura cercana con algunos de los niños más pequeños y tomamos algunas fotos más. A ver si puedes encontrar la pelota.
Una vez que terminó el juego, algunos de los niños corrieron hacia mí, ansiosos por mostrarme algo. “Mire Profe”, decían, estrenando mi nuevo apodo. Me mostraron cómo estaban construyendo barriletes con bolsas de basura de plástico, soga y caña delgada. Su ingenio era increíble. Me acordé de los barriletes que construía cuando yo tenía esa edad, aunque usaba kits comprados en tiendas con la bobina de hilo lista, barillas de plástico ya armadas y una vela perfectamente simétrica. A decir verdad, estos barriletes improvisados de los chicos volaban mucho más alto que los míos.
Estos niños estaban llenos de juegos. El siguiente fue sillas musicales. Y este si fue bastante duro. Para empezar, no había música. Entonces, para jugar, necesitaban que yo silbara fuerte cuando se suponía que debían encontrar una silla y sentarse. Los únicos sonidos eran pequeños pies raspando la tierra, interrumpidos por un silbido ocasional. Fue ensordecedor. Mi pecho se sentía demasiado pesado. Pero ellos no estaban tristes, estaban felices y divirtiéndose muchísimo.
La noche cayó rápidamente y tuve que regresar a la casa de mi primo. Cené y me di una ducha caliente de 15 minutos. Cuando el agua caliente tocó mi piel, me sentí culpable. No dije nada por el resto de la noche. Estaba procesando todo lo que había visto y oído ese día. Pestañé y ya era de mañana. Hora de volver a “El Bordo”.
Día 2
En el segundo día, me recibieron con sonrisas, gritos y abrazos fuertes. Al terminar este cálido recibimiento, los niños me invitaron a hurgar con ellos en las montañas de basura para encontrar bolsas para una carrera de embolsados. El día anterior, ya me había acostumbrado al olor de la basura. Era tan constante, tan penetrante, que la nariz se entumecía. Pero este día, mientras revolvian los montones, el hedor me asaltaba constantemente. Ellos nunca demostraban ser afectados ni un pelo por el olor. Yo traté de ocultar mis reacciones. Sentía verguenza porque ellos me veían y sabían que me afectaba.
Yo estaba tratando de ser parte de su mundo, no solo un espectador. Pero toda la mañana me encontré preocupado. Preocupado por si alguno de ellos había desayunado. Preocupado por los cadáveres de animales en descomposición plagados de buitres, por las pulgas que me devoraron el día anterior pero que vivían con ellos. Preocupados por los vidrios rotos que había por todos lados que ellos manipulaban con las manos sin cuidado.
Los mayores buscaban objetos para hacer armas o juguetes improvisados. Los más pequeños recogían pequeños tesoros como juguetes pequeños o juegos de mesa. Se encontraba de todo, como rompecabezas que completaban, sin preocuparse de que faltaran algunas piezas.
Sin previo aviso, un grupo de niños comenzó a irse. Les pregunté por qué y me explicaron que iban a estudiar. Confundido, los seguí hasta un patio abierto con algunas mesas y sillas. Habia como un refugio improvisado a un costado. El techo y las paredes eran de plástico negro sostenidos por vigas de madera reciclada y ramas de árboles. La primer persona adulta que vi en El Bordo estaba sentada con una pila de cuadernos y lápices al lado. Tenía chancletas, una falda y un buzo deportivo con cierre. Tenía un portafolio de cuero parecía pertenecer a alguien que vivió hacía un siglo. Le pregunté si venía aquí a enseñar a los niños a menudo. Le tomó un segundo, luego sacudió la cabeza lentamente, sin mirarme. Pensé que tal vez solo hablaba quichua, y por eso no me respondía a mi que le hablaba en español.
Me acordé de mi abuela. Ella comenzó una escuela en las décadas de los 1930-1940 para enseñar a leer y escribir a un grupo de personas que no hablaban español. Su escuela también estaba en medio de la nada, y al principio no tenía paredes ni techo. Enseñó durante años y años. Ahora hay una escuela en el mismo terreno que ese primer galpón comunal, y esta escuela lleva el nombre de mi abuela.
¿Qué clase de valentía requiere esto? ¿Enseñar día tras día, expuesto a la intemperie y a cualquier número de enfermedades, y sin paga?
Unos minutos después llegó otro adulto. Tenía más o menos mi edad y el sí hablaba español. Me dijo que es voluntario dos veces por semana y que estudiaba psicología en la Universidad Católica de Santiago del Estero. Me pidió ayuda y repartí cuadernos a los niños que estaban sentados a su alrededor. Luego me dice que la mujer con la cartera no era voluntaria. Ella estaba allí para aprender a leer y escribir también. Quedé sorprendido lo mucho que sí querían aprender, así fueran solo 40 minutos.
Aunque debo mencionar que no todos querían estudiar con el grupo.
Día 3
Al tercer día comencé a notar más la presencia de animales por todo El Bordo. Había estado tan concentrada en los niños que no había visto a los perros y gatos callejeros deambulando por las grandes montañas de basura. No eran del todo salvajes, pero tampoco eran mascotas. Eran otra cosa. Algo en el medio. Perdidos, viviendo en un lugar que no podían entender.
Mientras intentaba tomar fotos de estos animales, sucedió algo inesperado. Una de las ninnas sacó un libro de texto de uno de los montículos de basura. Quería presumir lo bien que podía leer, frente a sus amigos. Como era de esperar, con este grupo, se convirtió en una competencia de quién podía leer más rápido, más fuerte y, finalmente, con más fluidez.
Una de las niñas más pequeñas agarró el libro y leyó con una sonrisa que me desarmó.
Su voz suave flotaba en el aire contaminado. Leyó con grandes pausas y palabras entrecortadas, pero con una voz emocionada como si recien hacía días que hubiera entendido cómo las letras se conectaban mágicamente para formar sonidos y luego palabras. Mi corazón estaba lleno y se llenó en un calor gozoso, pero solo por un momento para ser interrumpido abruptamente.
El libro que había encontrado era un libro de texto que cubría elementos de nuestro mundo. La sección que ella había elegido leer era sobre "Lo que debe tener una casa". A medida que enumeraba estos elementos ‘imprescindibles,’ me sentía cada vez más frustrado. Un techo. Un piso. Una cocina. Gas natural. Electricidad. Estos niños sabían qué eran estas cosas, pero si eso es lo que necesitaba una “casa real”, entonces ¿en qué vivían ellos? En otro amargo vendaval de ironía, el libro les indicó que dibujaran su “propia casa y etiquetaran las muchas habitaciones que hay en las casas”, incluida la importancia de tener un baño con ducha. Me acordé de mi ducha de 15 minutos. La culpa era asfixiante.
El siguiente capítulo del libro cubría datos del “Agua”. Y la niña leyó, en su lengua quebrada y forzada:
“Agua en Peligro:
A pesar de la importancia del agua, la gente no la cuida lo suficiente. Muchos lugares están contaminados y esto... afecta a animales y plantas...
Pingüinos en peligro de extinción:
Se han encontrado pingüinos cubiertos de petróleo.
Los pingüinos han sufrido...
”


En ese momento sentí una tremenda necesidad de fotografiar todas las caras que pudiese. El arte de la fotografía ya no tenia prioridad. Me importaba poco la exposición o la composición, sabía que necesitaba capturar la mayor cantidad posible de sus caritas.
Era como si intuyera un peligro al acecho en El Bordo. Los puse en fila para documentarlos. Para grabarlos para siempre, antes de que les sucediera algo impensable. No todos se sumaron a la fila, a pesar de mi insistencia.
"Pingüinos cubiertos de petróleo". En cierto modo, mi mente quería comprender su realidad igualándolos con los pingüinos. Quizás por su fragilidad y exposición constante a un entorno hostil. Pero más aún por su aislamiento y lejanía, pero no geográfica, como los pingüinos reales. En cambio, por un aislamiento y lejanía del interés de una sociedad que encuentra muy conveniente verlos como una especie en peligro de extinción de la que “alguien más” se hará cargo.
Ahora, más de una década después, me arrepiento tanto de no haber escrito todos sus nombres. Tito, Flavia, Mechita, Luz, María, Luchin, Eze y Beto… Más allá de eso, me cuesta recordar. Flavia no me soltaba. Se subía encima de mí, tirándome el pelo, preguntándome cuándo volvería. En muchos sentidos, ahora me recuerda tanto a mis propias hijas.
Decidí compartir esto ahora porque después de imprimir algunas de estas fotos y exhibirlas en diferentes lugares como espacios artísticos y culturales, me sentí realmente desanimado. La gente pasaba y veía a estos niños en las paredes durante unos segundos y luego se iban hacia algo más colorido. Me di cuenta de que había mucho más que contar sobre estos niños. También me di cuenta de que quería preguntarle a cada observador, “¿los ves? ¿Realmente los ves?”
Después de acompañarme en este viaje, espero que haya compartido algo de la maravilla, la alegría, la confusión y la frustración que sentí. Quizás, entonces, este viaje otorgue un sentido de indagación sobre la realidad que te rodea, con la esperanza de que traiga un enfoque infantil a cualquiera que sea esa realidad. Hay alegría incluso en la ruina. Un barrilete hecho con bolsas de basura puede flamear alto y acariciar los cielos.
Después de 12 años, mi mente regresa a El Bordo. ¿Qué fue de ese lugar? ¿Qué les habrá pasado a estos niños, a estos pajaritos, que jugaban al fútbol, que aprendían a leer y escribir, en un mundo que no eligieron? ¿Será que alguno de ellos creció y se hizo voluntario, como el hombre de la universidad? ¿Estarán todos a salvo?
Con el tiempo, espero poder responder estas preguntas. Poder volver a El Bordo, cámara en mano, y encontrar una vez más, a los niños de El Bordo.